viernes, marzo 09, 2007

Cuando, como ahora, termino de leerme algo que para mí es trascendente, hermoso y que me deja a solas con mi "trastorno bipolar", necesito una dosis muy alta de frivolidad para no estar piensa que te piensa. Probablemente intento huir de un montón de cosas que se me vienen encima. ¿El remedio? Veo Sex in the city ( o Sexo en Nueva York) y quiero ser una especie de Carrie Bradshaw que solucione los problemas que me trae esta inestabilidad emocional, mientras escribo el post y engullo galletas de soda con mayonesa. Sí ¿y qué? Suspiro por los Manolo Blahnik que luce Sarah Jessica Parker, cosas de gente elitista y rica. ¡Y mira que yo no soy la única!Mi amiga Marilyn Bobes ganó el Premio Casa de las Américas del año pasado con su novela Fiebre de Invierno que empieza en el momento en que su personaje está mirando la serie y tocan a la puerta. Pero mi problema no es especialmente con los Manolos, que valen entre... 700 y 4000 dólares (el par, claro) y que jamás podría aguantar, sino con los zapatos en general. Yo creo que todos los cubanos tenemos un gran trauma: el del calzado. Nosotros padecimos las botas cañeras, los zapatos plásticos de la beca, los baquetetumbos, las chancleticas chinas... buena parte de mi vida está ligada a los zapatos. Si alguien viajaba, me traía zapatos; si viajaba yo, llevaba zapatos. Los cualquiera, los más baratos, los más feos: no importa. Hay una especie de teoría antropológica sobre esto, que apunta que el ser humano no "necesita obligatoriamente de calzado, porque está genéticamente diseñado para desarrollar callosidades" y que "el invento del zapato se basó en poner una distancia menor entre la tierra y el cielo" Mira tú, pa' eso y yo 16 años mandando zapatos pa' Cuba! El caso es que se me revolvió mi obsesión, porque cada acontecimiento importante de mi vida ha estado definitivamente marcado por un par: en 1968 se experimentó con la primera planta de zapatos plásticos en el Cerro y la niña se fue a Bulgaria y los dejó en un taxi (un taxi búlgaro, manda esto), en lo de los Once Pescadores del 69, chillando frente a la Oficina de Intereses, se me cayó un zapato; hice el amor por primera vez con aquel cantante a los 15 y se salieron los algodones de las puntas de unos zapatos prestados; defendí a mi hermana de un energúmeno cuando a los 16 iba a recoger unas plataformas también prestadas; me casé la primera vez con unos de Primor horribles y apretados, y la última con unos preciosos, blanco perla, también apretados. Mi primera clase en la Universidad la impartí con unos que les decían "tiqui-tiqui", verdes de rayitas blancas y aquel taconcito que te obligaba a caminar así, como bailarina; pero hice y diseñé aquellos espantosos e incómodos zapatos de macramé que vendíamos en la Plaza de la Catedral Eddy yo y que acabó cuando la Operación Pitirre. Nunca me he puesto tacones, no los resisto, así que en mi primer viaje capitalista me compré en Panamá unos tenis de lentejuelas plateadas que tuve durante años cuando era un poco frikie, pero viajé a Alemania y me traje unas sandalias de cuña que me provocaron un esgince que todavía padezco. En Brasil me compré mis primeroz zapatos sabrosos, de puro cuero y se me rompieron de tanto usarlos. Ahora me compré dos pares más, pero uno me los meó el gato y los boté:cosas de la vida. En España tuve unos azul marino que adoré hasta que se extenuaron porque siempre soñé con unos zapatos cerrados con botón. Tengo no sé cuántos pares de sandalias y hasta tres de botas rarísimas. Ahora me ha dado por eso, aunque no soy una "fashion victim" ni nada que se le parezca. Total, que hoy me he acordado de mis zapatos porque quiero ser un cúmulo de banalidades humanas para no pensar en el incendio de un teatro que me ha hecho llorar.

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