lunes, diciembre 04, 2006
Domingo, dimanche, sunday, diumenge, kiriós, minggu, sondang, domenica, sonntag, nichiyobi, intichaw, zúntik, vasarnap, dusem, dibéer, sontaha... y para nombrarlo, así hasta el infinito. No sé si hay alguien a quien le gusten los domingos; creo que por una única y buena razón: al día siguiente es lunes. Los domingos son un muermo. Para que lo vean, está este cuadro que pintó en 1926 Edward Hopper: "Sunday". Salvando las distancias, así como el viejito me pongo yo los domingo. Es mentira que se descansa: llevas a los niños con los abuelos, o te tienes que ir con los cuñados a una chuletada en el campo, o pasas tremendo trabajo porque el viento levanta la arena en la playa y la tortilla de papas parece de cemento, vuelan las sombrillas o no encuentras nieve en la estación de esquí. Yo qué sé. Los domingueros intentan descansar y no pueden: hay que poner lavadoras atrasadas, pasar la fregona o la aspiradora, preparar el almuerzo y los panes con algo. Después, la odisea de regresar a casa y no conseguir que se mueva aquel atasco monumental de cualquier carretera. Eso sin contar la mala leche y/o la resaca de un saturday night fever. Yo no tengo niños, ni cuñados que inviten a chuletadas, ni voy con un coche por carretera alguna. Lo que pasa es que después que me compro el periódico, me tomo la cerveza del mediodía, hago el arroz con pollo de rigor y "las bellezas de todas clases" que diría mi mamá (arreglo del pelo con torniquete, pintura de uñas, cremitas por aquí y por allá) acabo mirando concursos estúpidos en la tele e intentando pasar este kiriós (es griego) de la mejor manera posible. Lo que pasa es que esta manía que le tengo a los sonntag ( noruego) me viene de un trauma personal: después de las comidas deliciosas en casa de mi abuela y las discusiones cultas e interminables de mis tías, había que entrar a la beca, palabra dominguera y maldita donde las haya. A las cinco de la tarde, la guagua nos esperaba en el parque tal de La Habana, porque había que volver a la Escuela y en el albergue, las amigas nos contábamos si bailamos con uno, si nos besamos con otro en el cine, con los pelos lindos y las uñas pintaditas. Traímos latas de dulce de leche para la semana, galletas, caramelos o lo que fuera. El intichaw (quéchua) seguía siendo aburrido, porque había que levantarse a las 5 y media de la mañana para los ejercicios o el trabajo en el campo y apagaban la luz antes de dejar que termináramos de contarnos nuestros chismes. Y silencio. Después, ya con maridos, los domingos eran un interminable juego de pelota o de dominó, mientras preparábamos las cosas para el siniestro lunes. O las tardes de fútbol ya en España y las películas lacrimógenas. No digo nada más, porque ya se sabe, odio los domingos.
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