viernes, enero 12, 2007

EDICIÓN ESPECIAL. Hace unos pocos días, intelectuales cubanos se asombraban de la reaparición en el programa Impronta del canal CubaVisión de la Televisión Cubana del señor Luis Pavón Tamayo. Fue un homenaje a su persona. A la de Pavón , claro, personaje siniestro donde los haya. Como yo soy un resultado suyo y de sus burradas (porque lo viví en la Facultad de Letras de la Universidad de La Habana durante 21 años) he seguido toda la polémica en torno a este asunto entre asombrada y al borde de los nervios... Yo sólo digo, el tiempo pone todas las cosas en su sitio, o en el sitio equivocado. Me costaba creerlo. Pero tengo la suerte de que Lichi Diego me regalara la belleza de su lucidez. Gracias, amor, amigo, es un lujo. Reproduzco el artículo íntegro. (La imagen es un cuadro de Tomás Esson) PUNTO DE VISTA Por Eliseo Alberto. Cuando cierro la puerta, nunca sé si estoy adentro o afuera. Judith Vázquez Abro la puerta. La inesperada e inexplicable (aún inexplicada) reaparición televisiva de Jorge Papito Serguera, el Gordo Quesada y Luis Pavón Tamayo, también apodado (dicen algunos) Leopoldo Ávila, ha despertado una lógica agitación en círculos intelectuales cubanos, y esa turbulencia de correos electrónicos ha trascendido los servidores de la isla para llegar, en ensamble coral, hasta la orilla del exilio cubano –donde muchos seguimos con atención, sorpresa y casi siempre angustia lo que sucede en Cuba, para bien o para mal. Los de este lado de la frontera estamos “al tanto”, no “al día”, pero estamos. Pertenecemos. El lunes 8 de enero comenzaron a aparecer, vía Internet, las primeras cartas cruzadas (“emilios”) entre Jorge Ángel Pérez, Reynaldo González, Desi­derio Navarro, Sigfredo Ariel, Arturo Arango. Mensajes van, mensajes vienen, la lista de destinatarios de tan ardida correspondencia (al principio privada y, después, pública) se fue incrementando hasta abarcar en pocas horas un registro muy amplio de direcciones. La razón trataba de imponerse a la pasión, sin conseguirlo del todo porque las ideas corrían, trotaban, con vibrante impaciencia, sin tiempo para asentar una denuncia contundente: así de intensa era la necesidad de avisarnos unos a otros del peligro. Necesidad y consternación. Desde La Habana, esas “resurrecciones” imprevistas, o las lecturas sombrías de las mismas, no se consideraban (como yo pensé, desde lejos) coincidencias más o menos alarmantes sino claros indicios de que “algunos” pensaban que cualquier tiempo pasado fue mejor y, ante la actual situación del país, inédita y crítica, había que cortar por lo sano. Lo infecto, para “los de la Vieja Guardia”, eran los espacios de relativa libertad intelectual que los escritores y artistas del patio habían conseguido gracias, en primerísimo lugar, al renovado valor de sus obras y también a posturas personales, cada vez más autónomas, independientes. Títulos sobran. También acciones. El grito provocó el eco. En este caso, si la reverberación repercutió de muro a muro fue por culpa de los enormes paredones de censura que la “historia oficial” ha tratado de levantar a lo largo de treinta años de adulterios de la verdad, a beneficio propio. El alarido bota y rebota, le guste a quien le guste y le pese a quien le pese. A veces, la resonancia aturde más que el vocerío. Apenas cinco minutos al aire, en horario estelar de Cubavisión, y dedicados por entero a alabar al hombre (Luis Pavón) que aún carga sobre las espaldas de su conciencia la responsabilidad (no exclusiva) del peor período de la política cultural del Gobierno y el Partido Comunista de Cuba, fueron más que suficiente para abrir viejas cicatrices en muchas víctimas de entonces. La memoria también tiene corazón. La memoria también se infarta. Un día después, el martes, el torrente de mensajes desbordaba los ríos del diálogo cibernético, y surgieron desde el bombín del exilio los primeros pañuelos –casi todos de apoyo. Desde el palomar donde vivo, desde hace diecisiete años, le mandé este correo a Reynaldo González: “Querido Reynaldo: Hasta mi azotea en Ciudad México, llegan desde La Habana las palomas mensajeras con los informes, o partes, de la cólera que ha desatado en la isla la resurrección televisiva de Pavón. Oigo, emocionado, el coro de los dignos. Cuenta con mi voz, mis cicatrices y mi palabra: suma mi ira al coraje de los amigos. Ojalá las aguas retomen su nivel, y que juicios desbocados no alboroten el avispero --aunque, si nos pican la memoria, al pan le llamemos pan y, al vino, por supuesto vino. Me siento, estoy, en la isla y junto a ustedes --como siempre. Si puedes, hazle llegar mi abrazo a todos, a Antón, a Desiderio, a Arturo, a Sigfredo. A ti primero. Lichi”. En su respuesta, rápida y breve, Reynaldo me pedía “Energía positiva”. El autor de Siempre la muerte, su paso breve tenía motivos para pedirme “energía positiva”. Entendí que eso necesitaban en La Habana: fervor del bueno. El orfeón fue sumando nuevas voces. La mayoría no se cuestionaba, en profundidad, los móviles posibles de tan descabellada “vuelta de carnero al pasado” sino expresaba su “solidaridad” con los escritores que se habían atrevido a levantar la mano y radiar la alarma, a tiempo y con premura. Al menos para mí, el concepto solidaridad sigue teniendo un significado entrañable: es más que una palabra. Sin embargo, algo debe de haber pasado la noche de ese martes (dicen que una reunión de urgencia en el Ministerio de Cultura) porque el miércoles 10 se acalló la polémica y un mutismo espeso se cuajó desde La Habana. Tal vez porque se aclaró “el malentendido”. Puede ser. Quién quita. Quizás el entuerto no fuera tan grave, como pensamos. Visto el caso y comprobado el hecho, no sería una mala solución. Digo, las hay peores. Al enmudecer La Habana, algunos aprovecharon la pausa para desbocarse. Encuentro en la Red dio espacio a varias críticas demasiado severas, a juicio mío injustas y por muchas razones inapropiadas, de resentida autosuficiencia, que entre verdades innegables intercalaban aguijones de intolerable tirantez. Respeto y admiro a José Prats Sariol y Jorge Luis Arcos. Son mis amigos. A Duanel Díaz no lo conozco personalmente pero no es necesario para apreciar su inteligencia y rigor analítico: basta con leerlo. Como se dice en México, coloquialmente y sin ofender, tengo la sospecha de que los tres perdieron una excelente oportunidad para callarse. No era, no es, el momento de calar a fondo en un pasado que sus testigos recordamos, adoloridos, y buscar culpables mayores, nombrarlos a cuenta y riesgo. Todos perderíamos esa apuesta suicida e improcedente. ¿Quién no sabe “de memoria” las reglas del juego? ¿Se las recuerdo? No hace falta. Desde hace 48 años no han cambiado. O han variado muy poco. Los que han cambiando son los jugadores en el campo y los espectadores en las gradas, no los directivos ni los jueces. Quedan, en el banco, viejos verdugos. Pero estamos dentro de ese juego, no fuera. “No quiere ser un héroe,/ ni siquiera el romántico alrededor de quien/ pudiera tejerse una leyenda;/ pero está condenado a esta vida y, lo que más le aterra,/fatalmente condenado a su época”, dijo Heberto Padilla en su poema El hombre al margen. Unos lo aceptan, otros no. ¿Por qué avergonzarse de ello, si esa es (fue y será) nuestra vida? La que nos tocó a los de adentro y a los que, por algo, decidimos irnos –o nos echaron. En situaciones complejas, como ésta, ¡cuánta falta nos hacen nuestros muertos! ¡Cómo extrañamos a Tomás Gutiérrez Alea, nuestro irremplazable Titón, tan sonriente como lúcido! ¿Qué habría dicho? ¿Y Jesús Díaz? Me parece oírlo. Resopla. ¿Y Moreno Fraginals? ¿Y Lezama, desde Trocadero 162? Gastón Baquero nos advirtió, con la inocencia de un pez que nos deja su testamento en la arena, que “la cultura es un lugar de encuentro” –y ese lema clarividente se convirtió en la razón de ser de la Revista Encuentro. También de la Revista Temas o la Revista Criterios, cada una a su manera. Yo le hubiera pedido su opinión a Santiago Álvarez, a Reynaldo Arenas o Guillermo Rosales, a Mirta Aguirre o Juan Marinello o Carlos Rafael Rodríguez, a Guillermo Cabrera Infante o a Nicolás Guillén, y aunque quizás no hubiera compartido sus juicios o presagios, los habría tenido en cuenta porque el “respeto a la opinión ajena”, como en Martí, en mí también es fanatismo. No pretendo responder en detalle los artículos de Prats, Arcos y Díaz: ellos tuvieron necesidad de escribirlos y exponer sus puntos de vista, bien pensados, con la ventaja que da el ejercicio de la reflexión, y no con la lógica ligereza de quien redacta al vuelo un S. O. S. electrónico. Sólo expongo por la misma vía del Internet un par, o un trío, de observaciones, y las envío a la larga lista de remitentes implicados en la querella. Para mi buen amigo Pepe Prats Sariol, “lo que no se transparenta o insinúa, en la retórica aristotélica de las denuncias contra el homenaje mediático a los pavones, es, sencillamente, si ya han perdido la poca fe que les quedaba en la cúpula del Poder. Ahí está, al parecer, lo que se elude”. Quién sabe. Los revolucionarios también pueden “perder la fe” y no por ello dejar de sentirse comprometidos con lo que ha sido, hasta el sol de hoy, la principal razón de sus vidas. La esperanza es una tabla de salvación, para muchos. Al autor de la excelente y poco conocida novela Guanabo gay, mi preferida entre las suyas, le resulta evidente “que los halcones han salido de sus jaulas” y pronostica que en pocas semanas sabremos si habrá, o no, cambios “en los funcionarios que dirigen la política cultural del Gobierno”. Y se pregunta, sin adelantar vísperas: “¿Asistimos al reinicio de la represión desembozada contra artistas y escritores que el Poder sabe disidentes? ¿Se acabó el limbo?”. Sí, sin dudas, por lo pronto (creo) se acabó el purgatorio, ese campo a la intemperie, sin jefes visibles, ángeles o demonios, a mitad de cielo entre el infierno y el paraíso. Ahora bien, ¿de veras son disidentes? No. Los disidentes de la isla están encerrados en prisión o en sus casas, valientes, asediados por la misma prensa que hoy silencia la polémica desatada por la resurrección de figuras nefastas, acorralados entre cercos de repudio. Pepe Prats lo sabe bien, pues fue de los pocos que defendió y acompañó, desde su casa de madera en el barrio de Santos Suárez, a nuestro fraterno Raúl Rivero Jorge Luis Arcos no sale de su asombro. Para él resulta “sencillamente increíble” que se trate de negar lo que a él le parece “ evidente”: que lo sucedido no “responda a una estrategia del poder, como lo fue en el pasado, y como lo es en el presente”, y llega a suponer “que una parte considerable de los intelectuales cubanos dan por hecho que el régimen actual va a continuar existiendo, y ellos, dentro del mismo, con su variada gama de complicidad, silencio, oportunismo o, incluso, alegre aprobación”. La graduación que Arcos propone no es diversa sino repetitiva. Se le olvida mencionar que, a pesar de los pesares y “de tantos palos que te dio la vida”, como dijo Fayad Jamis, muchos de los intelectuales cubanos son revolucionarios. Y tienen el mismo derecho que nosotros a no serlo. Duanel Díaz enfoca sus baterías contra lo expuesto en sus cartas por Desiderio Navarro, e invierte el catalejos para exagerar sus propias sentencias, las de Duanel, como si la amplificación de una verdad bastara para sustentarla, con lo que olvida que, mal entendida, la realidad vista a través de una lupa a veces sólo sirve para distorsionarla, no para razonarla. Díaz asegura a raja tablas que la Revolución no admite “conciencia crítica”, pues para “criticarla de verdad, hay que situarse fuera del juego. Salir de su propia lengua: pasar de "Fidel" a "Castro". Mientras exista "Fidel", no ya sólo en tanto ser físico sino en tanto concepto proveedor de legitimación, la simetría entre "políticos" e "intelectuales" que sugiere Navarro resulta falsa; de hecho, en Cuba no hay "políticos", puesto que no hay partidos ni parlamento”. Lo grave no es que no haya “partidos” sino que haya solamente uno –más una Asamblea del Poder Popular integrada casi en su totalidad por sus militantes. A estas alturas del “partido”, después de tanto llover sobre mojado, lo mismo en La Habana que en Miami, apenas tiene sentido la propuesta de elegir entre un nombre Equis y un apellido Zeta, una alternativa que, sin necesidad de lentes para miopes, hace gala de una evidente ofuscación teórica. Hace muchos años, en una visita a un centro de trabajo en el puerto de La Habana, durante aquellos exorcismos previos al IV Congreso del Partido, Titón y yo escuchamos a un dirigente estatal que dijo, desde la tribuna, este mosquetero disparate: “Todos para uno y uno para todos, o lo que es lo mismo: divide y vencerás”. Lo que demuestra, si falta hace, que los extremos se tocan. La clásica consiga de la unidad era igual a su contraria: al equipararse, ambas estrategias se anulaban. De lo que se trata, ahora, es de sumar: el que resta pierde. Sería gravísimo error equivocarnos de contrincantes pues existe la posibilidad de acabar siendo, uno, nuestro propio enemigo. Conmigo no cuenten los que sólo ven manchas en el sol. Alguien nos advirtió: “Quien busca la verdad, merece el castigo de encontrarla”. Cierro la puerta. Eliseo Alberto.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Lucidez y humanismo. Sin duda, dos virtudes que distinguen estas letras de Eliseo Alberto. Y no digo más, prefiero aprovechar mi propia oportunidad para callarme.
Puchi: Soy la exflaca Lidia, por favor escríbeme al correo mío de telefónica que tú conoces, llevo tiempo tratando de comunicarme contigo sin lograrlo, un abrazo.

Puchi en alguna parte dijo...

Hugo, Sanshiro, felicidades por sus Blogs.Yo ya he ganado, de verdad. Y he votado. Saludos, muchos abrazos y GRACIAS.